Reflexiones de un Soñador Solitario.

Desde el crisol del dolor y la soledad, surjo como un intelectual diletante, de cuarenta años de acero, moldeado en la fragua de la desesperación. En la lejana sierra andina, entre los susurros del viento y la eterna majestuosidad de las montañas, hallé mi origen. Mi corazón, envuelto en la nobleza de los desposeídos, nació entre el dolor y la insólita amargura de la desolación.

Quienes busquen encontrarme no deben adentrarse en las bulliciosas y caóticas plazas de la ciudad, donde las muchedumbres se congregan para charlar, reír y vociferar a voz abierta, sin dar cabida al susurro del silencio. Tampoco deben buscarme en las alamedas, en cuyos jirones repletos de amantes, se juran amor eterno, y sellando con ósculos el pacto mágico, un abrazo intenso le da el toque final al triunfo del amor.

¿Dónde está el intelectual diletante? ¿Dónde está ese loco soñador? Preguntan algunas personas que me conocen. Nadie sabe dónde estoy, pero algunos lo intuyen. En efecto, nadie sabe, y los que intuyen saben que, como dije: no estoy en los parques ni en las plazas de la ciudad, ¡En cualquier lugar estaré, menos donde esté todo el mundo!

En la quietud del camposanto, entre lápidas y susurros de tiempos idos, encuentro mi serenidad, aguardando las confidencias de aquellos que yacen en silencio. O tal vez, en el borde del puente, donde las aguas danzan al ritmo del río, me sumerjo en la cadencia de su fluir. En cualquier rincón, hallaré mi morada, apartado del bullicio del mundo.

Reclinado sobre el manto esmeralda de un parque, bajo el cobijo de un árbol anciano, en una mañana estival, con los brazos entrelazados detrás de la nuca, persigo con la mirada el danzar de una nube, mecida por el viento. O bajo el manto de la noche, en su calma nocturna, contemplo el tapiz estrellado del firmamento, absorto en la cuenta de las luciérnagas celestes que titilan en su vasta oscuridad. En cualquier rincón, encontraré mi refugio, en compañía solo de mi fiel soledad.

En verdad, convivo con la soledad y he llegado a amarla de tal forma que a veces desearía no tener sombra, para que ella no me acompañara a cada paso, ya sea bajo el sol ardiente del día o entre la luna plateada y las luces artificiales de la noche. Amo la soledad, pues en su tibio abrazo libero mi imaginación. Forjo un universo fantástico, poblado por creaciones exquisitas y singulares, nacidas de mis delirios y mis ensueños de poeta. Son tan asombrosas que resulta imposible encerrarlas en un solo pensamiento.

Poseo una imaginación que arde con la intensidad de lo insensato; creo, divago, que entre las chispas fulgurantes que adornan el firmamento, residen espíritus de fuego, vivaces y coloridos, que surcan los cielos como luciérnagas en la vastedad del universo. Así, me sumerjo en horas etéreas, sentado en un banquito, mis manos buscando calor junto a la hoguera, mientras mis ojos se encuentran cautivos por la danza etérea de la lumbre.

En los recovecos del río, entre las delicadas telas de musgo que adornan la fuente y sobre los vapores etéreos del lago, imagino que moran seres misteriosos: hadas danzarinas, sílfides etéreas, náyades que susurran secretos y ondinas que cantan al compás del rumor acuático. Un susurro ancestral me envuelve en silencio mientras intento descifrar su enigmático lenguaje, sabiendo que emana de corazones puros, libres de toda perfidia, que no pertenecen a este mundo terrenal.

En las nubes danzantes, en la brisa que acaricia el aire, en las profundidades de los bosques encantados y en las grietas de las rocas milenarias, vislumbro siluetas fugaces y escucho susurros misteriosos. Son formas de seres sobrenaturales, palabras enigmáticas que escapan a mi entendimiento.

¡Amor! ¡Amar! No fui creado para sentir el amor, ¡Y ninguna mujer ha nacido para que yo pueda amarla! ¡Mi destino es soñar el amor, no experimentarlo! Mi corazón anhela a la mujer ideal, aquella que se adorna con el polvo mágico del saber, aquella que se deleita en la melodía de la música celestial, en la poesía que embriaga el alma, en las palabras que son como susurros de amor. Encontrarla sería, sin duda, un hermoso encuentro fortuito en el destino. Encontrarla sería una hermosa serendipia.

En ocasiones, mi delirio me lleva al extremo de pasar toda una noche contemplando la luna, que se yergue en el firmamento entre vapores de plata, o me sumerjo en la hipnótica visión de las estrellas, que palpitan nerviosas en la lejanía cósmica.

En las noches de insomnio, impregnadas de poesía, me sumerjo en pensamientos profundos; ¿es cierto, como he leído en las páginas olvidadas de un libro, que esos destellos en el firmamento son mundos distantes? ¿Y que en esas esferas nacaradas que vagan entre las nubes, habitan seres de otras tierras? ¿Qué belleza irradiarán las mujeres de esas lejanas constelaciones? ¡Ay de mí! ¡Mis ojos no las contemplarán, mi corazón no podrá amarlas! ¿Cómo será su hermosura? ¿Cómo será su amor?

Aún no he alcanzado el nivel de locura que provoque que aquellos que me conocen, me acompañen en mis divagaciones. Sin embargo, he alcanzado el punto en el que disfruto hablando, riendo y gestualizando mis ideales en solitario. Es cierto que aquí comienza la locura, pero ¡oh, qué verdad más hermosa!

En la quietud de la soledad, con mi único y fiel acompañante, persigo el amor; ese amor que embalsama el espíritu de mi existencia y enriquece aún más mis sueños. Anhelo ese amor puro, ese amor sagrado, desprovisto de mezquindad y malicia. Ese amor que yace como la más noble aspiración del alma humana, la melodía eterna que entonan al unísono las células más puras de mi ser. Ese amor que palpita en cada partícula de mi ser, danzando al compás de la luz y el calor, trazando infinitos senderos en el azul de los vastos cielos.

Yo buscaré incansablemente a esa mujer que despierta en mí estos nobles y a veces insensatos sentimientos, la encontraré, estoy seguro, y al hallarla, sé que la reconoceré. ¿Cómo? ¡Eso escapa a mi entendimiento! ¡Pero la encontraré, eso es seguro! 


El Intelectual Diletante.

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